(Sustantivo. Del latín mutare = cambiar y vultus = rostro. Adjetivo: mutovúltico)
Drástico, repentino e inexplicable cambio de la fisonomía de una persona.
No es un fenómeno frecuente, pero algunas personas han reportado que su rostro cambió de la noche a la mañana; que esa cara que tienen no es la de ellos, y que los dientes y la boca han sido modificados. Sospechan que, durante la noche, alguien les ha hecho una extraña cirugía de rostro o, en casos extremos, sienten que han sido decapitados y les han colocado una cabeza que no era la propia.
Estos relatos podrían evidenciar un estado de insanía; sin embargo, quienes conviven con el mutovúltico ratifican ese sorprendente cambio: esposa, hijos, padres o compañeros afirman que Juan (quien era de tez oscura, con pelo corto negro, dientes grandes, nariz pequeña y mejillas rojizas) se ha convertido en otra persona (un hombre calvo, con restos de pelo amarillo, dientes pequeños, nariz respingada y casi sin pómulos). En algunos casos, incluso, se reporta un cambio de sexo. También, desde luego, cabe la posibilidad de que Juan se haya marchado y le haya pedido a alguien que ocupe su lugar haciéndose pasar por él. Se trataría de una mentira tan inverosímil que incluso podría tener chances de ser creída.
Definiciones y términos que no figuran en el diccionario ("Exonario" no figura en el diccionario, pero sí figura en Exonario)
martes, 31 de agosto de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
Egomatía
(Sustantivo. Del griego egó = yo y mantháno = aprender)
Aprendizaje a partir del propio yo.
La egomatía es una ciencia de discutible pronóstico: consiste en adquirir el saber a partir de uno mismo, como si el yo fuese la fuente de todo conocimiento. Cada vez que se insta a "encontrar la respuesta dentro de uno", se está apelando a una particular visión egomática, aunque el término designa un proyecto más ambicioso y complejo: los egómatas creen que todo conocimiento proviene de las profundidades de uno mismo, y que todo el "afuera" que creemos conocer es, en realidad, una compleja construcción proyectiva a la que llamamos "mundo". Esta visión parecería abonar al solipsismo (la tesis según la cual sólo existo yo); sin embargo no necesita llegar a ese extremo. Sólo somos capaces de conocer aquello que hemos construido como siendo cognoscible es una consigna egomática. Por eso, un yo fortalecido tiene mayor acceso al saber que un yo débil, intermitente o alienado. La egomatía, también, puede tener su versión plural: no es un "conocimiento a partir del yo", sino a partir del "nosotros". Esta versión (en la cual el yo se enriquece en las interrelaciones con otros "yo") no está demasiado alejada de la visión científica del mundo. Si la ciencia es una construcción conceptual colectiva, no puede descartarse que cuantos más individuos sostengan los andamios de esa construcción, tanto más esos mismos individuos (como individualidades, o como grupos) conocerán a partir de los andamios que ellos mismos han construido para sostener al resto de la construcción.
Curiosidad: algunas corrientes conductistas, materialistas y fisicalistas pretenderán que el "yo" es una entidad ficcional o virtual, y por lo tanto pondrán el acento en la corporalidad y no en una entidad que, a la postre, es producto del conocimiento y no fuente de él. Por eso, un egómata conductista dirá que no se debe observar el propio yo, sino los gestos del propio rostro para aprender todo lo que hay que saber. De ese modo, un egómata, para ser consecuente con su teoría, debería mirarse al espejo continuamente.
Aprendizaje a partir del propio yo.
La egomatía es una ciencia de discutible pronóstico: consiste en adquirir el saber a partir de uno mismo, como si el yo fuese la fuente de todo conocimiento. Cada vez que se insta a "encontrar la respuesta dentro de uno", se está apelando a una particular visión egomática, aunque el término designa un proyecto más ambicioso y complejo: los egómatas creen que todo conocimiento proviene de las profundidades de uno mismo, y que todo el "afuera" que creemos conocer es, en realidad, una compleja construcción proyectiva a la que llamamos "mundo". Esta visión parecería abonar al solipsismo (la tesis según la cual sólo existo yo); sin embargo no necesita llegar a ese extremo. Sólo somos capaces de conocer aquello que hemos construido como siendo cognoscible es una consigna egomática. Por eso, un yo fortalecido tiene mayor acceso al saber que un yo débil, intermitente o alienado. La egomatía, también, puede tener su versión plural: no es un "conocimiento a partir del yo", sino a partir del "nosotros". Esta versión (en la cual el yo se enriquece en las interrelaciones con otros "yo") no está demasiado alejada de la visión científica del mundo. Si la ciencia es una construcción conceptual colectiva, no puede descartarse que cuantos más individuos sostengan los andamios de esa construcción, tanto más esos mismos individuos (como individualidades, o como grupos) conocerán a partir de los andamios que ellos mismos han construido para sostener al resto de la construcción.
Curiosidad: algunas corrientes conductistas, materialistas y fisicalistas pretenderán que el "yo" es una entidad ficcional o virtual, y por lo tanto pondrán el acento en la corporalidad y no en una entidad que, a la postre, es producto del conocimiento y no fuente de él. Por eso, un egómata conductista dirá que no se debe observar el propio yo, sino los gestos del propio rostro para aprender todo lo que hay que saber. De ese modo, un egómata, para ser consecuente con su teoría, debería mirarse al espejo continuamente.
viernes, 27 de agosto de 2010
Hilaricordia
(Sustantivo. Del latín hilaritas = expresión de risa y alegría y cor = corazón. Adjetivo: hilaricorde )
Si la misericordia es la disposición a sentir el dolor de los demás, la hilaricordia refiere a la capacidad de entender o encontrar humor en las expresiones ajenas, aun cuando estuvieran camufladas bajo una apariencia seria y flemática, o aun cuando el hablante no tuviera la intención de decir algo divertido.
Si una persona no entiende una sucesión de chistes, o es incapaz de interpretarlos como tales, está demostrando que no tiene hilaricordia. La tiene en gran medida, sin embargo, si interpreta a cada palabra como un acto gracioso, aunque en este caso también tiene una gran estupidez.
El mejor hilaricorde es quien puede detectar chistes o bromas que no están hechas para que él las entienda y que, además, es capaz de retrucarlas o seguirlas. El hilaricorde es un gran hermeneuta de los gestos, palabras e intenciones humanas, aunque su arte se restringe a lo puramente cómico.
Si la misericordia es la disposición a sentir el dolor de los demás, la hilaricordia refiere a la capacidad de entender o encontrar humor en las expresiones ajenas, aun cuando estuvieran camufladas bajo una apariencia seria y flemática, o aun cuando el hablante no tuviera la intención de decir algo divertido.
Si una persona no entiende una sucesión de chistes, o es incapaz de interpretarlos como tales, está demostrando que no tiene hilaricordia. La tiene en gran medida, sin embargo, si interpreta a cada palabra como un acto gracioso, aunque en este caso también tiene una gran estupidez.
El mejor hilaricorde es quien puede detectar chistes o bromas que no están hechas para que él las entienda y que, además, es capaz de retrucarlas o seguirlas. El hilaricorde es un gran hermeneuta de los gestos, palabras e intenciones humanas, aunque su arte se restringe a lo puramente cómico.
miércoles, 25 de agosto de 2010
Aliovulto
(Adjetivo y sustantivo. Del latín alius = otro y vultum = rostro)
Pariente muy cercano con el que no se tiene parecido.
Mientras los aparientes son personas que se parecen entre sí sin ser parientes, los aliovultos son hermanos de sangre que no se parecen entre sí, o que no se parecen a sus padres legítimos.
El aliovulto tiene rasgos y gestos únicos y distintivos. No se le puede reconocer el parentesco por la sonrisa, ni por la mirada, ni por la voz o la forma del cráneo. A veces uno de los progenitores del aliovulto (en especial el padre) duda de su paternidad, pues siente que está frente a un desconocido. El niño aliovulto causa incomodidad; no se comporta como si fuera de la familia y desentona en el tamaño, el color de los ojos o el color de su piel.
No se puede decir que dos primos de sangre sean aliovultos si no se parecen. La noción de aliovulto sólo tiene sentido y aplicación cuando se habla de parentesco familiar inmediato. Más allá de esa frontera, no es extraño que el parecido se diluya.
Pariente muy cercano con el que no se tiene parecido.
Mientras los aparientes son personas que se parecen entre sí sin ser parientes, los aliovultos son hermanos de sangre que no se parecen entre sí, o que no se parecen a sus padres legítimos.
El aliovulto tiene rasgos y gestos únicos y distintivos. No se le puede reconocer el parentesco por la sonrisa, ni por la mirada, ni por la voz o la forma del cráneo. A veces uno de los progenitores del aliovulto (en especial el padre) duda de su paternidad, pues siente que está frente a un desconocido. El niño aliovulto causa incomodidad; no se comporta como si fuera de la familia y desentona en el tamaño, el color de los ojos o el color de su piel.
No se puede decir que dos primos de sangre sean aliovultos si no se parecen. La noción de aliovulto sólo tiene sentido y aplicación cuando se habla de parentesco familiar inmediato. Más allá de esa frontera, no es extraño que el parecido se diluya.
martes, 24 de agosto de 2010
Frodiscoso
(Adjetivo. Del latín for = hablar; post = después y discessus = despedida.)
Quien inicia una conversación luego de despedirse.
El frodiscoso nos engaña con su repetido "adiós" a través del teléfono o cuando está de visita en casa, pero un segundo antes de que colguemos o de que le abramos la puerta nos preguntará cómo está la familia, el perro y el gato y acto seguido contará pormenores de sus propios parientes y mascotas. Luego se despide una vez más, de manera efusiva y asfixiante. Sin embargo, no nos deja colgar ni cerrar la puerta: sigue allí, hablando sin parar hasta que en algún momento mira el reloj, dice "qué tarde se hizo" y vuelve a saludar, con apuro. Esto tampoco lo detiene: ya a punto de cortar o de pisar la vereda, encuentra otra nueva e interminable temática para seguir parloteando.
Es común que el frodiscoso, a pesar de los innúmeros saludos de despedida que nos ha propinado, se vaya sin saludarnos, con la excusa de que ya nos saludó muchas veces.
Al frodiscoso se le puede proponer (con ironía) una especial técnica de saludo: que se despida muchas veces al principio de la conversación, para que después no tengamos que padecer la decepción de sus continuos amagues.
El frodiscoso es cronocléptico.
Quien inicia una conversación luego de despedirse.
El frodiscoso nos engaña con su repetido "adiós" a través del teléfono o cuando está de visita en casa, pero un segundo antes de que colguemos o de que le abramos la puerta nos preguntará cómo está la familia, el perro y el gato y acto seguido contará pormenores de sus propios parientes y mascotas. Luego se despide una vez más, de manera efusiva y asfixiante. Sin embargo, no nos deja colgar ni cerrar la puerta: sigue allí, hablando sin parar hasta que en algún momento mira el reloj, dice "qué tarde se hizo" y vuelve a saludar, con apuro. Esto tampoco lo detiene: ya a punto de cortar o de pisar la vereda, encuentra otra nueva e interminable temática para seguir parloteando.
Es común que el frodiscoso, a pesar de los innúmeros saludos de despedida que nos ha propinado, se vaya sin saludarnos, con la excusa de que ya nos saludó muchas veces.
Al frodiscoso se le puede proponer (con ironía) una especial técnica de saludo: que se despida muchas veces al principio de la conversación, para que después no tengamos que padecer la decepción de sus continuos amagues.
El frodiscoso es cronocléptico.
lunes, 23 de agosto de 2010
Proscático
(Adjetivo. Del griego pro = adelante y eikónes = imagen. Sustantivo: proscasía)
Dícese de quien pretende fundamentar una conclusión general a partir de una imagen fuerte.
El proscático da detalles vívidos de una escena que le parece suficientemente enérgica como para servir de ejemplo y, a partir de esa imagen, cree que se puede sacar una conclusión general o de mayor alcance. "A mi vecina le entraron a robar, la ataron, le pegaron un culatazo y la dejaron sangrando. Había sangre por toda la cocina. Los ladrones revisaron todo, secuestraron al marido, lo llevaron por los cajeros automáticos y le sacaron todo el dinero. Es increíble lo que ha aumentado el delito en nuestra sociedad". En el ejemplo anterior se puede encontrar la proscasía: Se hace una conclusión que no puede sostenerse a partir de la imagen del robo, por muy detallada que esta sea. Si alguien se atreve a dudar del aumento de la inseguridad, el proscático dará aun más pormenores o agregará otro ejemplo no conectado con el anterior: "¡Los ladrones le pegaron hasta al perro! ¡Al marido le robaron el reloj! ¡Al otro día, un chico por la calle le robó la cartera a la esposa, y el verdulero se quedó con un vuelto!"
El proscático pretende que, si a una misma persona le roban muchas veces o si los delincuentes son muy violentos, eso (por sí solo) aumenta las estadísticas generales. Él siente que un caso aislado (o un grupo de casos no conectados) es apenas un ejemplo de un fenómeno masivo y creciente.
Los proscáticos suelen ser onfalóquicos.
Dícese de quien pretende fundamentar una conclusión general a partir de una imagen fuerte.
El proscático da detalles vívidos de una escena que le parece suficientemente enérgica como para servir de ejemplo y, a partir de esa imagen, cree que se puede sacar una conclusión general o de mayor alcance. "A mi vecina le entraron a robar, la ataron, le pegaron un culatazo y la dejaron sangrando. Había sangre por toda la cocina. Los ladrones revisaron todo, secuestraron al marido, lo llevaron por los cajeros automáticos y le sacaron todo el dinero. Es increíble lo que ha aumentado el delito en nuestra sociedad". En el ejemplo anterior se puede encontrar la proscasía: Se hace una conclusión que no puede sostenerse a partir de la imagen del robo, por muy detallada que esta sea. Si alguien se atreve a dudar del aumento de la inseguridad, el proscático dará aun más pormenores o agregará otro ejemplo no conectado con el anterior: "¡Los ladrones le pegaron hasta al perro! ¡Al marido le robaron el reloj! ¡Al otro día, un chico por la calle le robó la cartera a la esposa, y el verdulero se quedó con un vuelto!"
El proscático pretende que, si a una misma persona le roban muchas veces o si los delincuentes son muy violentos, eso (por sí solo) aumenta las estadísticas generales. Él siente que un caso aislado (o un grupo de casos no conectados) es apenas un ejemplo de un fenómeno masivo y creciente.
Los proscáticos suelen ser onfalóquicos.
viernes, 20 de agosto de 2010
Semanterio
(Sustantivo. De semántica y cementerio)
1. Libro o sitio web que se dedica a recolectar palabras en desuso.
Algunas personas que han entrado a Exonario, lo han confundido con un semanterio, creyendo que en este blog hacíamos acopios de términos que alguna vez fueron usados, pero ya no.
2. Red de conceptos que ya nadie piensa.
Si cada palabra o grupo de palabras conforma un concepto, entonces existen millones de conceptos que ya nadie piensa, o que sólo se pensaron una vez (en el momento de crear la palabra o la frase para nombrarlo) o en un momento muy preciso de la historia. Esos conceptos ya no pensados conforman una platónica y enmarañada red semántica en desuso.
Las palabras de Exonario que ya nadie lee y que nadie usa ni usó jamás, son parte de un semanterio.
(Nota: la palabra "semanterio" se usa como sinónimo de "simandrón", un instrumento musical utilizado en actos litúrgicos. No he encontrado la etimología de este "semanterio", pero sospecho que no debe ser similar a la que estamos utilizando aquí)
1. Libro o sitio web que se dedica a recolectar palabras en desuso.
Algunas personas que han entrado a Exonario, lo han confundido con un semanterio, creyendo que en este blog hacíamos acopios de términos que alguna vez fueron usados, pero ya no.
2. Red de conceptos que ya nadie piensa.
Si cada palabra o grupo de palabras conforma un concepto, entonces existen millones de conceptos que ya nadie piensa, o que sólo se pensaron una vez (en el momento de crear la palabra o la frase para nombrarlo) o en un momento muy preciso de la historia. Esos conceptos ya no pensados conforman una platónica y enmarañada red semántica en desuso.
Las palabras de Exonario que ya nadie lee y que nadie usa ni usó jamás, son parte de un semanterio.
(Nota: la palabra "semanterio" se usa como sinónimo de "simandrón", un instrumento musical utilizado en actos litúrgicos. No he encontrado la etimología de este "semanterio", pero sospecho que no debe ser similar a la que estamos utilizando aquí)
jueves, 19 de agosto de 2010
Criptianismo
(Sustantivo. De críptico y cristiano. Adjetivo: criptiano)
Conjunto de pseudoafirmaciones escasamente inteligibles con las que algunos autoproclamados cristianos se adoctrinan y pretenden adoctrinar a los demás.
Es imposible creer en algo que no tiene sustancia proposicional. Donde no hay una tesis, no hay siquiera algo que creer. Sin embargo, el criptianismo hace interpretaciones potenciales y escasamente asertóricas acerca de lo que dice su libro sagrado. "Donde dice 'Cristo viene' debe entenderse que los tiempos se acortan y pronto habría de venir quien nos hiciere la Asunción, porque el Mal, que inundare el mundo con su oscuridad, dos veces como bicéfala serpiente, donde Luz y Agua sean uno" He aquí un discurso típicamente criptiano: en principio, en él se revelaría una profunda creencia propia de la escatología, pero resulta difícil interpretar qué quiso decir exactamente y si, de hecho, se dijo algo.
Cuando al criptiano le hacemos una pregunta acerca del origen del mundo o la presencia del mal, él suelta una perorata ambigua, lacónica, con gramaticalidad afectada, verbos en subjuntivo y tono sentencioso. Pero sus frases dejan la impresión de vacío, de abstracción pintarrajeada o de admonición grosera y poco convincente. Si le preguntamos qué quiso decir exactamente, suele utilizar el mismo recurso una y otra vez, hasta que se enoja por nuestra incapacidad de comprenderlo.
Algunos pastores y párrocos realizan en sus púlpitos discursos criptianos frente a sus fieles.
Conjunto de pseudoafirmaciones escasamente inteligibles con las que algunos autoproclamados cristianos se adoctrinan y pretenden adoctrinar a los demás.
Es imposible creer en algo que no tiene sustancia proposicional. Donde no hay una tesis, no hay siquiera algo que creer. Sin embargo, el criptianismo hace interpretaciones potenciales y escasamente asertóricas acerca de lo que dice su libro sagrado. "Donde dice 'Cristo viene' debe entenderse que los tiempos se acortan y pronto habría de venir quien nos hiciere la Asunción, porque el Mal, que inundare el mundo con su oscuridad, dos veces como bicéfala serpiente, donde Luz y Agua sean uno" He aquí un discurso típicamente criptiano: en principio, en él se revelaría una profunda creencia propia de la escatología, pero resulta difícil interpretar qué quiso decir exactamente y si, de hecho, se dijo algo.
Cuando al criptiano le hacemos una pregunta acerca del origen del mundo o la presencia del mal, él suelta una perorata ambigua, lacónica, con gramaticalidad afectada, verbos en subjuntivo y tono sentencioso. Pero sus frases dejan la impresión de vacío, de abstracción pintarrajeada o de admonición grosera y poco convincente. Si le preguntamos qué quiso decir exactamente, suele utilizar el mismo recurso una y otra vez, hasta que se enoja por nuestra incapacidad de comprenderlo.
Algunos pastores y párrocos realizan en sus púlpitos discursos criptianos frente a sus fieles.
miércoles, 18 de agosto de 2010
Metacupio
(Sustantivo. Del griego metá = más allá y del latín cupio = desear)
Ganas de tener ganas.
A veces recordamos cuánto nos gustaba andar en bicicleta, jugar al fútbol, comer asados o publicar en un blog. Si hiciéramos una lista de las cosas que nos entusiasman, pondríamos a todas ellas. Sin embargo, hace tiempo que no salimos con la bicicleta; los amigos nos llaman a jugar partidos de fútbol pero nos negamos; hacer un asado da mucho trabajo y al blog lo tenemos desatendido desde hace meses. Entonces caemos en la cuenta de que nuestros gustos son metacupios: tenemos simpatía por esas actividades, e incluso nos identificamos con ellas, pero no queremos realizarlas.
¿Somos fanáticos de aquellos que no practicamos? ¿Nos gusta la literatura si no hemos leído un solo libro en décadas? ¿Amamos al grupo Carpenters si hace tiempo no escuchamos "Close to you"? Hay quienes dicen que sólo se ama aquello que se practica. Sin embargo, ese amor inoperante no es necesariamente algo falso: es un metacupio.
¿Existen los metacupios múltiplemente potenciados (metametametametacupios)? ¿Puede alguien desear desear desear desear algo? Esta curiosa lógica modal del deseo es problemática. No está claro que significa un metacupio a la quinta potencia, pero la intrincada maraña de los deseos humanos tal vez deje resquicio para que una cosa así ocurra.
Ganas de tener ganas.
A veces recordamos cuánto nos gustaba andar en bicicleta, jugar al fútbol, comer asados o publicar en un blog. Si hiciéramos una lista de las cosas que nos entusiasman, pondríamos a todas ellas. Sin embargo, hace tiempo que no salimos con la bicicleta; los amigos nos llaman a jugar partidos de fútbol pero nos negamos; hacer un asado da mucho trabajo y al blog lo tenemos desatendido desde hace meses. Entonces caemos en la cuenta de que nuestros gustos son metacupios: tenemos simpatía por esas actividades, e incluso nos identificamos con ellas, pero no queremos realizarlas.
¿Somos fanáticos de aquellos que no practicamos? ¿Nos gusta la literatura si no hemos leído un solo libro en décadas? ¿Amamos al grupo Carpenters si hace tiempo no escuchamos "Close to you"? Hay quienes dicen que sólo se ama aquello que se practica. Sin embargo, ese amor inoperante no es necesariamente algo falso: es un metacupio.
¿Existen los metacupios múltiplemente potenciados (metametametametacupios)? ¿Puede alguien desear desear desear desear algo? Esta curiosa lógica modal del deseo es problemática. No está claro que significa un metacupio a la quinta potencia, pero la intrincada maraña de los deseos humanos tal vez deje resquicio para que una cosa así ocurra.
lunes, 16 de agosto de 2010
Bibliofugia
(Sustantivo. Del griego biblios = libro y del latín fugio = huir)
Paulatina desaparición de libros de una biblioteca.
Existe un principio general con respecto a la costumbre de prestar libros: un libro prestado jamás se devuelve. Por eso, quienes prestan libros suelen recorrer su biblioteca con cierto pesar: los títulos más atesorados han desaparecido de los estantes, sin que se pueda calcular con certeza quién se ha llevado cada uno. Sólo quedan los libros nuevos, los desconocidos -esos que están ahí pero jamás hojeamos- o los demasiado viejos. Además de esta desaparición por préstamo indebido (de la cual somos en parte responsables), hay que sumarle la desaparición por robo, por lo que otro ha prestado en nuestro nombre, y por lo que nosotros mismos hemos perdido.
Hay bibliotecas que, con mucho celo, pueden preservarse parcialmente de la bibliofugia. Sin embargo, aun el más quisquilloso guardián de las letras cada tanto se encontrará con misteriosos faltantes cuya causa no puede establecer.
Una biblioteca sana debe contar con un bajo índice de bibliofugia y un moderado y paulatino incremento de bibliografía. La bibliofugia se convierte en una plaga cuando las desapariciones dejan huecos en los estantes y algunos de los pocos libros que quedan caen de costado dando un espectáculo penoso.
Paulatina desaparición de libros de una biblioteca.
Existe un principio general con respecto a la costumbre de prestar libros: un libro prestado jamás se devuelve. Por eso, quienes prestan libros suelen recorrer su biblioteca con cierto pesar: los títulos más atesorados han desaparecido de los estantes, sin que se pueda calcular con certeza quién se ha llevado cada uno. Sólo quedan los libros nuevos, los desconocidos -esos que están ahí pero jamás hojeamos- o los demasiado viejos. Además de esta desaparición por préstamo indebido (de la cual somos en parte responsables), hay que sumarle la desaparición por robo, por lo que otro ha prestado en nuestro nombre, y por lo que nosotros mismos hemos perdido.
Hay bibliotecas que, con mucho celo, pueden preservarse parcialmente de la bibliofugia. Sin embargo, aun el más quisquilloso guardián de las letras cada tanto se encontrará con misteriosos faltantes cuya causa no puede establecer.
Una biblioteca sana debe contar con un bajo índice de bibliofugia y un moderado y paulatino incremento de bibliografía. La bibliofugia se convierte en una plaga cuando las desapariciones dejan huecos en los estantes y algunos de los pocos libros que quedan caen de costado dando un espectáculo penoso.
viernes, 13 de agosto de 2010
Homoscopía
(Sustantivo. Del griego homóios = igual y scopeúo = observar, mirar. Adjetivo: homoscópico)
Medida de los límites entre la heterosexualidad y la homosexualidad.
La homoscopía es una popular disciplina que suelen practicar sin descanso algunos hombres que se consideran a sí mismos heterosexuales con el objetivo de detectar a quien, consciente o inconscientemente, se comporta de acuerdo al estereotipo del homosexual. La finalidad de esta disciplina consiste en instruir a otros heterosexuales para estar en guardia ante posibles seducciones por parte de quien ha sido calificado como gay. El homoscopista (quien practica la homoscopía) presume de conocer cuáles son las actividades y las actitudes que debe cumplir un hombre o una mujer para que no sean considerad@s homosexuales, y está convencido de que existe un rango de cercanía y lejanía con respecto a la inversión sexual: hay actitudes "más" o "menos" gay, como si hubiera una línea taxativa que separa ambas elecciones de vida, y como si uno pudiera estar a distancias variables de esa línea. Las palabras "Trolo" y "Torta" son parte frecuente de su caudal semántico, y por lo general su veredicto consiste en calificar a otros con esos u otros términos similares: "Lavar el auto en cueros es de trolo"; "Una mujer que depila modelos es torta". Aun cuando no necesariamente esté preocupado por su propia apariencia o actitud, el homoscopista desarrolla una grosera, prejuiciosa y erróna pero omnipresente disposición para descubrir rasgos homosexuales en otras personas. Un gesto, una sonrisa, un ademán, una prenda, una mirada: todo es escudriñado, calificado y clasificado con la vara homoscópica, y de todo se puede inferir qué tan lejos o tan cerca se está de la temida línea.
La escala de valores homoscópica no puede sistematizarse en una clasificación coherente. Al homoscopista puede parecerle "más de gay" casarse con una musculosa fisicoculturista de voz gruesa que tener relaciones frecuentes con un travesti angelical y femenino. A su vez, cree que los hombres ligeramente afeminados (pero heterosexuales) son "más homosexuales" que los homosexuales no afeminados. La bisexualidad, para él, no entra en su rango de análisis: el bisexual es, según su criterio, claramente homosexual, y sólo tiene relaciones heterosexuales con el único perverso objetivo de confundir a los homoscopistas. El bisexual, según su terminología, "atiende por las dos puertas". Un homoscopista no se privará de averiguar "por cuál puerta atiende más seguido", para poder elaborar un juicio mucho más certero con respecto a la distancia cuantitativa a la que se encuentra en la línea divisoria.
Medida de los límites entre la heterosexualidad y la homosexualidad.
La homoscopía es una popular disciplina que suelen practicar sin descanso algunos hombres que se consideran a sí mismos heterosexuales con el objetivo de detectar a quien, consciente o inconscientemente, se comporta de acuerdo al estereotipo del homosexual. La finalidad de esta disciplina consiste en instruir a otros heterosexuales para estar en guardia ante posibles seducciones por parte de quien ha sido calificado como gay. El homoscopista (quien practica la homoscopía) presume de conocer cuáles son las actividades y las actitudes que debe cumplir un hombre o una mujer para que no sean considerad@s homosexuales, y está convencido de que existe un rango de cercanía y lejanía con respecto a la inversión sexual: hay actitudes "más" o "menos" gay, como si hubiera una línea taxativa que separa ambas elecciones de vida, y como si uno pudiera estar a distancias variables de esa línea. Las palabras "Trolo" y "Torta" son parte frecuente de su caudal semántico, y por lo general su veredicto consiste en calificar a otros con esos u otros términos similares: "Lavar el auto en cueros es de trolo"; "Una mujer que depila modelos es torta". Aun cuando no necesariamente esté preocupado por su propia apariencia o actitud, el homoscopista desarrolla una grosera, prejuiciosa y erróna pero omnipresente disposición para descubrir rasgos homosexuales en otras personas. Un gesto, una sonrisa, un ademán, una prenda, una mirada: todo es escudriñado, calificado y clasificado con la vara homoscópica, y de todo se puede inferir qué tan lejos o tan cerca se está de la temida línea.
La escala de valores homoscópica no puede sistematizarse en una clasificación coherente. Al homoscopista puede parecerle "más de gay" casarse con una musculosa fisicoculturista de voz gruesa que tener relaciones frecuentes con un travesti angelical y femenino. A su vez, cree que los hombres ligeramente afeminados (pero heterosexuales) son "más homosexuales" que los homosexuales no afeminados. La bisexualidad, para él, no entra en su rango de análisis: el bisexual es, según su criterio, claramente homosexual, y sólo tiene relaciones heterosexuales con el único perverso objetivo de confundir a los homoscopistas. El bisexual, según su terminología, "atiende por las dos puertas". Un homoscopista no se privará de averiguar "por cuál puerta atiende más seguido", para poder elaborar un juicio mucho más certero con respecto a la distancia cuantitativa a la que se encuentra en la línea divisoria.
jueves, 12 de agosto de 2010
Mapito
(Adjetivo. Del latín magis = más y peto = pedir)
Quien, cuando se le ofrece algo, se siente con derecho a pedir más.
Al mapito le ofrecemos por cortesía una manzana. La acepta, pero nos pide que se la pelemos, la cortemos, le quitemos las semillas y se la rallemos. Si le prestamos dinero, nos pedirá que se lo llevemos al banco, lo depositemos en su cuenta y comprobemos si, efectivamente, le fue descontada su deuda. Si nos ofrecemos a llevarle un libro a la biblioteca, él nos carga la mochila con una pesada docena de enormes biblias. El mapito no quiere aprovecharse: tiene la sincera convicción de que, si alguien presta un favor, ese favor debe cumplirse hasta las últimas consecuencias. Por eso, cuando el oferente no accede a prestar esos plús que exige, el mapito se siente defraudado. "Al final, no sé para qué me ofrecés manzana si después no querés ni pelarla", puede gritar si su mujer no cumple con todas las otras acciones que él demanda.
Quien, cuando se le ofrece algo, se siente con derecho a pedir más.
Al mapito le ofrecemos por cortesía una manzana. La acepta, pero nos pide que se la pelemos, la cortemos, le quitemos las semillas y se la rallemos. Si le prestamos dinero, nos pedirá que se lo llevemos al banco, lo depositemos en su cuenta y comprobemos si, efectivamente, le fue descontada su deuda. Si nos ofrecemos a llevarle un libro a la biblioteca, él nos carga la mochila con una pesada docena de enormes biblias. El mapito no quiere aprovecharse: tiene la sincera convicción de que, si alguien presta un favor, ese favor debe cumplirse hasta las últimas consecuencias. Por eso, cuando el oferente no accede a prestar esos plús que exige, el mapito se siente defraudado. "Al final, no sé para qué me ofrecés manzana si después no querés ni pelarla", puede gritar si su mujer no cumple con todas las otras acciones que él demanda.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Mecoder
(Verbo intransitivo. De la expresión latina medio in choreo cadere = "caer en medio de un baile")
Verse envuelto en una discusión de manera involuntaria.
¿Cómo es posible que el comentario acerca del hermoso día soleado nos llevó a tener una álgida polémica sobre el papel de la religión en la conformación de los imaginarios hierofánicos? ¿De qué manera ese saludo inocente derivó en una furiosa contienda verbal sobre el papel del pensamiento político de la derecha en la praxis pública del estado? No lo comprendemos, pero de manera casi inevitable algo despertó la palabra equivocada, que fue retrucada por otra palabra equivocada y allí están, dos involuntarios polemistas que mecoden cuando todo lo que deseaban era compartir en silencio una cerveza helada al atardecer.
Existen personas con las que resulta inevitable mecoder, y no porque sean especialmente quisquillosas o polémicas: a veces los pequeños comentarios de cortesía son malinterpretados y desatan una respuesta ligeramente reactiva que desencadena otra hasta el desbocado agón erístico. Otras veces, uno de los dialogantes no desea discutir, pero el otro sí lo desea. En esos casos, el que no quiere entablar batalla debe ser muy precavido y esquivar con humor o indiferencia las indirectas, los gritos, las presunciones y las falacias del peleador. A veces es más fácil aceptar la discusión de manera frontal que mantener la intención de evitarla.
Para saber si alguien desea mecoder, lo más conveniente es preguntárselo de antemano. Sin embargo, si de verdad esa persona suele mecoder, es posible que malinterprete la pregunta y comience a mecoder. Puede darse el siguiente diálogo que da inicio a la discusión:
"A - ¿Usted mecode?
B - Sí, usted también me jode. Y no sabe cómo. "
Verse envuelto en una discusión de manera involuntaria.
¿Cómo es posible que el comentario acerca del hermoso día soleado nos llevó a tener una álgida polémica sobre el papel de la religión en la conformación de los imaginarios hierofánicos? ¿De qué manera ese saludo inocente derivó en una furiosa contienda verbal sobre el papel del pensamiento político de la derecha en la praxis pública del estado? No lo comprendemos, pero de manera casi inevitable algo despertó la palabra equivocada, que fue retrucada por otra palabra equivocada y allí están, dos involuntarios polemistas que mecoden cuando todo lo que deseaban era compartir en silencio una cerveza helada al atardecer.
Existen personas con las que resulta inevitable mecoder, y no porque sean especialmente quisquillosas o polémicas: a veces los pequeños comentarios de cortesía son malinterpretados y desatan una respuesta ligeramente reactiva que desencadena otra hasta el desbocado agón erístico. Otras veces, uno de los dialogantes no desea discutir, pero el otro sí lo desea. En esos casos, el que no quiere entablar batalla debe ser muy precavido y esquivar con humor o indiferencia las indirectas, los gritos, las presunciones y las falacias del peleador. A veces es más fácil aceptar la discusión de manera frontal que mantener la intención de evitarla.
Para saber si alguien desea mecoder, lo más conveniente es preguntárselo de antemano. Sin embargo, si de verdad esa persona suele mecoder, es posible que malinterprete la pregunta y comience a mecoder. Puede darse el siguiente diálogo que da inicio a la discusión:
"A - ¿Usted mecode?
B - Sí, usted también me jode. Y no sabe cómo. "
martes, 10 de agosto de 2010
Chirria
(Sustantivo. De chirriar. Adjetivo: chirrioso)
1. Capacidad de hacer continuos ruidos molestos de manera involuntaria.
Las personas que padecen de chirria no pueden evitar hacer ruido en situaciones para las que, normalmente, no se suelen emitir sonidos perceptibles. El chirrioso suele prolongar una breve acción -abrir una puerta, calzarse los zapatos, sentarse en el sofá- y con ello produce continuas resonancias, estertores, quejidos y murmullos de los objetos involucrados en esa acción. Cuando se ejecuta un acto ruidoso, es conveniente hacerlo rápido, pero el chirrioso no advierte esta regla de cortesía. Además de prolongadas, las acciones del chirrioso son torpes y repetidas. Abre y cierra la rechinante puerta cinco o seis veces, con estruendosa lentitud, porque se ha olvidado algo del otro lado. O hace infinitas prequiversas en la cama, o respira agitado, con bufidos y carraspera, o mastica un sonoro chicle, o sus zapatos taconean con estrépito, o sus pantalones hacen un gracioso e irritante "flip flip" cuando camina.
2. Tono quejoso.
"Chirrioso" en esta acepción y "quejoso" son casi sinónimos, aunque hay una leve diferencia. El quejoso es aquel que, de hecho, se queja continuamente. El chirrioso, en cambio, sólo tiene el tono, aunque puede no estar quejándose. A veces, después del disgusto que implica quejarnos por algo, se nos impregna la "personalidad quejosa" aun más allá de la propia situación de queja. Si en una cena con amigos en un restaurante, el mozo nos trae los ravioles fríos, nos quejaremos y quizás armemos un pequeño escándalo. Una vez que el mozo se retiró con el plato, trataremos de hablar con normalidad y bien dispuestos a seguir la charla con los amigos. Sin embargo, persistirá algo de chirria, de ese tonito entre prepotente y desesperado que utilizamos para gritonearle a los demás cuando nos sentimos con derecho a hacerlo.
Cuando un grupo de personas se reúne para jugar a algo (naipes, videojuegos, juegos de mesa) es posible que alguno de los participantes se vea afectado por chirria. Esos participantes son los que van perdiendo. Aunque no se quejen expresamente, a veces el tono lastimero de su voz delata que no se sienten a gusto con la continua derrota. "Carlitos, hasta ahora no ganaste ni una mano", dicen los amigos en tono de sorna. Carlitos quizás no diga una palabra y se limite a sonreír con amargura. Sin embargo, unos minutos después Carlitos pedirá que le sirvan vino, o que le hagan un café, y ese pedido sonará con chirria: su tono será levemente aflautado como si estuviera a punto de llorar, y si bien no se quejará expresamente, la chirria de su voz delatará el verdadero estado de ánimo.
1. Capacidad de hacer continuos ruidos molestos de manera involuntaria.
Las personas que padecen de chirria no pueden evitar hacer ruido en situaciones para las que, normalmente, no se suelen emitir sonidos perceptibles. El chirrioso suele prolongar una breve acción -abrir una puerta, calzarse los zapatos, sentarse en el sofá- y con ello produce continuas resonancias, estertores, quejidos y murmullos de los objetos involucrados en esa acción. Cuando se ejecuta un acto ruidoso, es conveniente hacerlo rápido, pero el chirrioso no advierte esta regla de cortesía. Además de prolongadas, las acciones del chirrioso son torpes y repetidas. Abre y cierra la rechinante puerta cinco o seis veces, con estruendosa lentitud, porque se ha olvidado algo del otro lado. O hace infinitas prequiversas en la cama, o respira agitado, con bufidos y carraspera, o mastica un sonoro chicle, o sus zapatos taconean con estrépito, o sus pantalones hacen un gracioso e irritante "flip flip" cuando camina.
2. Tono quejoso.
"Chirrioso" en esta acepción y "quejoso" son casi sinónimos, aunque hay una leve diferencia. El quejoso es aquel que, de hecho, se queja continuamente. El chirrioso, en cambio, sólo tiene el tono, aunque puede no estar quejándose. A veces, después del disgusto que implica quejarnos por algo, se nos impregna la "personalidad quejosa" aun más allá de la propia situación de queja. Si en una cena con amigos en un restaurante, el mozo nos trae los ravioles fríos, nos quejaremos y quizás armemos un pequeño escándalo. Una vez que el mozo se retiró con el plato, trataremos de hablar con normalidad y bien dispuestos a seguir la charla con los amigos. Sin embargo, persistirá algo de chirria, de ese tonito entre prepotente y desesperado que utilizamos para gritonearle a los demás cuando nos sentimos con derecho a hacerlo.
Cuando un grupo de personas se reúne para jugar a algo (naipes, videojuegos, juegos de mesa) es posible que alguno de los participantes se vea afectado por chirria. Esos participantes son los que van perdiendo. Aunque no se quejen expresamente, a veces el tono lastimero de su voz delata que no se sienten a gusto con la continua derrota. "Carlitos, hasta ahora no ganaste ni una mano", dicen los amigos en tono de sorna. Carlitos quizás no diga una palabra y se limite a sonreír con amargura. Sin embargo, unos minutos después Carlitos pedirá que le sirvan vino, o que le hagan un café, y ese pedido sonará con chirria: su tono será levemente aflautado como si estuviera a punto de llorar, y si bien no se quejará expresamente, la chirria de su voz delatará el verdadero estado de ánimo.
viernes, 6 de agosto de 2010
Nómeco
(Adjetivo. Del latín non mihi = no a mí, no para mí)
Dícese de quien no responde a su propio nombre.
Algunas personas tienen un curioso trastorno: si las llaman, se dan cuenta de que hay alguien que está gritando su nombre, pero no reconocen que ese nombre es el de ellas. Aun si les gritaran con insistencia su nombre, apellido y número de documento, mirarían incómodos a los costados, para ver si alguien se da por aludido. Después de muchas cavilaciones, un compañero que está cerca les dice: "Carina, te están llamando", y en ese instante despiertan de un extraño sopor. Por alguna razón, estas personas viven en tercera persona; se sienten eternos espectadores de lo que pasa y jamás imaginan que el mundo los pudiera interpelar.
El nómeco no sólo se comporta de ese modo con su nombre. Si suena su teléfono, hay que avisarle que ese saturado y estridente compás de cumbia es su teléfono. No sólo no responde ante el frenético ringtone que él mismo eligió para su celular; tampoco parece advertir que está sonando algo y continúa hablando (o escuchando) como si el repentino "Nunca me Faltes" de Antonio Ríos que sale de su bolsillo no hiciera ninguna interferencia.
En otros casos, el nómeco no se da cuenta de que el timbre de la puerta está sonando en su casa, y no en la casa de algún vecino. No es imposible que, cuando lo han decapitado con la guillotina, durante los cinco segundos de sobrevida que, según dicen, tiene la cabeza, crea que el decapitado es otro.
El nómeco es un caso límite del enfulanizado. Es un autoenfulanizado.
Dícese de quien no responde a su propio nombre.
Algunas personas tienen un curioso trastorno: si las llaman, se dan cuenta de que hay alguien que está gritando su nombre, pero no reconocen que ese nombre es el de ellas. Aun si les gritaran con insistencia su nombre, apellido y número de documento, mirarían incómodos a los costados, para ver si alguien se da por aludido. Después de muchas cavilaciones, un compañero que está cerca les dice: "Carina, te están llamando", y en ese instante despiertan de un extraño sopor. Por alguna razón, estas personas viven en tercera persona; se sienten eternos espectadores de lo que pasa y jamás imaginan que el mundo los pudiera interpelar.
El nómeco no sólo se comporta de ese modo con su nombre. Si suena su teléfono, hay que avisarle que ese saturado y estridente compás de cumbia es su teléfono. No sólo no responde ante el frenético ringtone que él mismo eligió para su celular; tampoco parece advertir que está sonando algo y continúa hablando (o escuchando) como si el repentino "Nunca me Faltes" de Antonio Ríos que sale de su bolsillo no hiciera ninguna interferencia.
En otros casos, el nómeco no se da cuenta de que el timbre de la puerta está sonando en su casa, y no en la casa de algún vecino. No es imposible que, cuando lo han decapitado con la guillotina, durante los cinco segundos de sobrevida que, según dicen, tiene la cabeza, crea que el decapitado es otro.
El nómeco es un caso límite del enfulanizado. Es un autoenfulanizado.
jueves, 5 de agosto de 2010
Enfulanizar
(Verbo intransitivo. De Fulano = nombre con el que se designa a personas cuyo nombre se desconoce o no se quiere nombrar. Sustantivo: enfulanización. Adjetivo: enfulanizado)
Olvidar por completo el nombre de alguien inmediatamente después de haber mantenido un contacto o una conversación.
Los operadores de compañías telefónicas, de aseguradoras y de entidades bancarias, suelen dirigirse a sus clientes llamándolos por su nombre: "Mire, Jorge, le ofrecemos tres tarjetas, Jorge, y usted podrá utilizar el crédito máximo preasignado, Jorge, cada vez que lo necesite, a una tasa que no por usuraria, Jorge, deja de ser conveniente..." Podemos estar seguros de que, un segundo después de ese monótono monólogo, el operador del banco olvidará nuestro nombre. Nos hemos enfulanizado, porque a pesar de la curiosa insistencia por pronunciarlo una y otra vez, nuestro nombre es apenas uno más, miriatizado en una gigantesca base de datos. No se trata, desde luego, de una patología (una agnosia), sino de un proceso de economía que realiza la mente ante una inmanejable cantidad de datos.
Sin embargo, la enfulanización no necesariamente ocurre cuando el contacto es uno más entre muchos similares. Puede que olvidemos el nombre del único loro con el que conversamos en la vida, o el del único enfermero que asistió en el parto de nuestra única hija.
Hay personas que tienden a enfulanizarse con mayor facilidad. El plomero que vino dos semanas seguidas y cambió los caños rotos se enfulaniza enseguida. La mujer de la que nos enamoramos, y que sólo vimos una vez hace quince años, y de cuya boca sólo esa vez escuchamos pronunciar su nombre, jamás se enfulaniza.
Debe distinguirse el enfulanizamiento de la anominación. El enfulanizamiento es involuntario; la anominación es voluntaria.
Olvidar por completo el nombre de alguien inmediatamente después de haber mantenido un contacto o una conversación.
Los operadores de compañías telefónicas, de aseguradoras y de entidades bancarias, suelen dirigirse a sus clientes llamándolos por su nombre: "Mire, Jorge, le ofrecemos tres tarjetas, Jorge, y usted podrá utilizar el crédito máximo preasignado, Jorge, cada vez que lo necesite, a una tasa que no por usuraria, Jorge, deja de ser conveniente..." Podemos estar seguros de que, un segundo después de ese monótono monólogo, el operador del banco olvidará nuestro nombre. Nos hemos enfulanizado, porque a pesar de la curiosa insistencia por pronunciarlo una y otra vez, nuestro nombre es apenas uno más, miriatizado en una gigantesca base de datos. No se trata, desde luego, de una patología (una agnosia), sino de un proceso de economía que realiza la mente ante una inmanejable cantidad de datos.
Sin embargo, la enfulanización no necesariamente ocurre cuando el contacto es uno más entre muchos similares. Puede que olvidemos el nombre del único loro con el que conversamos en la vida, o el del único enfermero que asistió en el parto de nuestra única hija.
Hay personas que tienden a enfulanizarse con mayor facilidad. El plomero que vino dos semanas seguidas y cambió los caños rotos se enfulaniza enseguida. La mujer de la que nos enamoramos, y que sólo vimos una vez hace quince años, y de cuya boca sólo esa vez escuchamos pronunciar su nombre, jamás se enfulaniza.
Debe distinguirse el enfulanizamiento de la anominación. El enfulanizamiento es involuntario; la anominación es voluntaria.
martes, 3 de agosto de 2010
Aspecpectar
(Verbo transitivo e intransitivo. Del latín a = negación; spes = esperanza y specto = mirar)
Recorrer por segunda o tercera vez un mismo lugar para buscar un objeto extraviado.
Cuando se extravía en nuestra propia casa un objeto de uso frecuente (un juego de llaves, un lápiz labial, los anteojos, la tarjeta de crédito), solemos buscarlo siguiendo una rutina de hipótesis para deducir debajo de qué, o detrás de dónde, o sobre cuál otro podría estar ese objeto que momentáneamente ha desaparecido. Miramos en el jarrón, luego en la repisa, después en el bolsillo del saco y debajo de la mesa. Sin embargo, una vez que agotamos esas hipótesis rudimentarias, comenzamos a ingresar en un bucle. Si no se nos ocurren nuevos posibles escondites, pueden ocurrir tres cosas: o bien nos quedamos perplejos y supendemos la búsqueda; o damos al objeto por perdido, o volvemos a buscar en los mismos lugares donde ya habíamos buscado. Si ocurre esto último, estamos aspecpectando.
Cuando se aspecpecta ocurre un proceso curioso. Si ya hemos buscado el llavero dentro del jarrón, resulta obvio que esa primera búsqueda fue exhaustiva, y que no hay resquicios para suponer que, quizás, haya quedado oculta allí y no la hemos visto. Un llavero en un jarrón vacío es algo que se destaca. Sin embargo, a pesar de que ya sabemos que no está allí, volvemos a mirar el jarrón. No es que estemos esperando que aparezca por milagro: preferimos repetir las búsquedas antes que detenernos por falta de nuevas hipótesis.
No debe confundirse esta búsqueda sin destino con otra, en la cual se recorre un mismo sitio dos o incluso tres veces porque, quizás, no se lo escudriñó con detalle. Por ejemplo, cuando uno busca un anillo que perdió en la calle, es posible que haga varias veces el recorrido para encontrarlo. En esos casos, no se aspecpecta, porque todavía existe la chance de que el anillo esté allí y no lo hayamos visto. En cambio, cuando se aspecpecta, uno ya sabe que el objeto buscado no está allí donde se lo busca por enésima vez. Por eso la etimología del término incluye la noción de una esperanza negada.
Este verbo puede utilizarse de forma abreviada como "aspectar". Sin embargo, aun cuando "aspectar" no tiene definición formal, a veces se lo utiliza como sinónimo de "presentar un aspecto", con lo cual la abreviación puede generar ambigüedad.
(ver apodio , circunviar, dicondalio)
Recorrer por segunda o tercera vez un mismo lugar para buscar un objeto extraviado.
Cuando se extravía en nuestra propia casa un objeto de uso frecuente (un juego de llaves, un lápiz labial, los anteojos, la tarjeta de crédito), solemos buscarlo siguiendo una rutina de hipótesis para deducir debajo de qué, o detrás de dónde, o sobre cuál otro podría estar ese objeto que momentáneamente ha desaparecido. Miramos en el jarrón, luego en la repisa, después en el bolsillo del saco y debajo de la mesa. Sin embargo, una vez que agotamos esas hipótesis rudimentarias, comenzamos a ingresar en un bucle. Si no se nos ocurren nuevos posibles escondites, pueden ocurrir tres cosas: o bien nos quedamos perplejos y supendemos la búsqueda; o damos al objeto por perdido, o volvemos a buscar en los mismos lugares donde ya habíamos buscado. Si ocurre esto último, estamos aspecpectando.
Cuando se aspecpecta ocurre un proceso curioso. Si ya hemos buscado el llavero dentro del jarrón, resulta obvio que esa primera búsqueda fue exhaustiva, y que no hay resquicios para suponer que, quizás, haya quedado oculta allí y no la hemos visto. Un llavero en un jarrón vacío es algo que se destaca. Sin embargo, a pesar de que ya sabemos que no está allí, volvemos a mirar el jarrón. No es que estemos esperando que aparezca por milagro: preferimos repetir las búsquedas antes que detenernos por falta de nuevas hipótesis.
No debe confundirse esta búsqueda sin destino con otra, en la cual se recorre un mismo sitio dos o incluso tres veces porque, quizás, no se lo escudriñó con detalle. Por ejemplo, cuando uno busca un anillo que perdió en la calle, es posible que haga varias veces el recorrido para encontrarlo. En esos casos, no se aspecpecta, porque todavía existe la chance de que el anillo esté allí y no lo hayamos visto. En cambio, cuando se aspecpecta, uno ya sabe que el objeto buscado no está allí donde se lo busca por enésima vez. Por eso la etimología del término incluye la noción de una esperanza negada.
Este verbo puede utilizarse de forma abreviada como "aspectar". Sin embargo, aun cuando "aspectar" no tiene definición formal, a veces se lo utiliza como sinónimo de "presentar un aspecto", con lo cual la abreviación puede generar ambigüedad.
(ver apodio , circunviar, dicondalio)
lunes, 2 de agosto de 2010
Descronar
(Verbo transitivo e intransitivo. De des = negación y del griego cronos = tiempo)
Eximir ciertos lugares, sucesos o momentos del estricto control del paso del tiempo.
Quienes sufren de cronodulia no pueden evitar la continua observación de los minutos pasados y restantes. Los cronodúlicos miden las horas, calculan los segundos que faltan y apuran sus acciones para enmarcar su vida (y las vidas ajenas) dentro de las estrictas segmentaciones del cronómetro. Cansan a los relojes de tanto mirarlos y se convierten en cronoréxicos.
Pero incluso el más cronodúlico se siente libre para descronar algunas actividades. "El domingo voy a la cancha, y no sé a qué hora vengo", dice un hincha de Racing dispuesto a no fijar límites de horario a su pasión por el fútbol. La afirmación "no sé a qué hora vengo" indica que no actuará de acuerdo a lo que indica el reloj, porque la actividad no ocurre en el tiempo lineal. Estrictamente hablando, lo que transcurre en la cancha y en los festejos posteriores no es tiempo; es una modalidad de la experiencia que escapa a la monótona división entre el ayer, el hoy y el porvenir. "Cuando llego al parque, nunca miro la hora", dice un amante de los árboles y la brisa fresca. Su afirmación indica que el parque ha sido descronado; los árboles, el viento y las calles del parque están eximidos de la rígida asociación con la fugacidad del tiempo y la tiranía del reloj.
Cuando se descrona, se gana eternidad a cambio de apuro.
En el momento de descronar es conveniente no estar rodeado de cronodúlicos. Porque el cronodúlico se encargará de recordarnos lo tarde que es, cuánto tiempo falta para que empiece el programa de televisión o cuántas horas de sueño nos estamos perdiendo.
Eximir ciertos lugares, sucesos o momentos del estricto control del paso del tiempo.
Quienes sufren de cronodulia no pueden evitar la continua observación de los minutos pasados y restantes. Los cronodúlicos miden las horas, calculan los segundos que faltan y apuran sus acciones para enmarcar su vida (y las vidas ajenas) dentro de las estrictas segmentaciones del cronómetro. Cansan a los relojes de tanto mirarlos y se convierten en cronoréxicos.
Pero incluso el más cronodúlico se siente libre para descronar algunas actividades. "El domingo voy a la cancha, y no sé a qué hora vengo", dice un hincha de Racing dispuesto a no fijar límites de horario a su pasión por el fútbol. La afirmación "no sé a qué hora vengo" indica que no actuará de acuerdo a lo que indica el reloj, porque la actividad no ocurre en el tiempo lineal. Estrictamente hablando, lo que transcurre en la cancha y en los festejos posteriores no es tiempo; es una modalidad de la experiencia que escapa a la monótona división entre el ayer, el hoy y el porvenir. "Cuando llego al parque, nunca miro la hora", dice un amante de los árboles y la brisa fresca. Su afirmación indica que el parque ha sido descronado; los árboles, el viento y las calles del parque están eximidos de la rígida asociación con la fugacidad del tiempo y la tiranía del reloj.
Cuando se descrona, se gana eternidad a cambio de apuro.
En el momento de descronar es conveniente no estar rodeado de cronodúlicos. Porque el cronodúlico se encargará de recordarnos lo tarde que es, cuánto tiempo falta para que empiece el programa de televisión o cuántas horas de sueño nos estamos perdiendo.
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